Nenúfares en el Septentrión

Por redaccion Feb 24, 2021

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Ana Juárez Hernández

anajuarez.9296@gmail.com

“EL ARTE DE PERDER”

Hay tantas cosas destinadas a perderse,

que su pérdida no importa.

Pierde algo cada día, acepta el río

de llaves que se pierden, horas malgastadas.

[…]

Practica entonces perder más aún, y más rápido:

lugares, nombres, y el sitio al que se suponía

que viajarías. Nada de esto será un desastre.

El arte de perder. Elizabeth Bishop.

Cuando moría un animal o las cosechas sufrían, mi bisabuelo Juan -el patriarca-, solía decir: “el que tiene, pierde”. No alcanzó la vida a unirnos, pero sus frases e historias llegaron a mí a través de la voz de su nuera Francisca. Aquella expresión podría antojársenos pesimista; sin embargo, su propósito era poner en perspectiva la pérdida sufrida. Perdiste algo, porque no tenías las manos vacías y, quizá, si miras con atención, descubrirás que siguen sin estarlo.

Hace poco perdí una pequeña vida cercana y mientras desaparecía cada pedazo material, evidencia de su existencia, me puse a pensar en las pérdidas del confinamiento. Creo a estas alturas que tenemos todos una pérdida que contar. Propias o ajenas, estas historias de cómo sorteamos la maraña de emociones, cargan y llevan en el aire la noticia de que el mundo no será igual.

Cuando la puerta de los hogares haya recibido su dotación de aceite para emprender la tarea de abrir y cerrar, más allá de la compra del papel o las tortillas; el color de las casas, la temperatura del asfalto y el escalofrío de las gotas de lluvia, anunciarán que debemos mirarnos fijamente algunos minutos para aplacar el estruendo picapedrero del hueco que llevamos en el pecho.

Entre las historias que me han tocado el alma está la de una silla, en algún rincón de esta ciudad cuyo usuario solía ocupar con sencillez y una profunda dignidad; pero su amable sonrisa ya no va a acompañar su mano extendida para saludar, sus chistes al andar y su seriedad para resolver problemas han dejado de producirse; la suya, una pérdida irreparable en este valle de sillas-bancas-mesas-camas-cunas vacías, quedará apuntada en la memoria.

Imagino esta pandemia como una clase en la que el maestro cambia de pronto y lo único que nos queda es hacer el mejor esfuerzo. Hemos perdido mucho y solo podremos quitarnos esta mochila tan pesada si aprendemos a compartir la carga.

Recuerdo a mi bisabuelo en los ratos de angustia y su recuerdo es la llave que abre todas las puertas, porque me dice que podemos seguir adelante a pesar de la pérdida; no hay fórmulas mágicas ni atajos para el camino del duelo, pero una vez que lleguemos al final, que hayamos recibido la última actualización de software emocional, podremos sabernos más cercanos. Pensar, a pesar del dolor, que fuimos parte de algo, que reímos, que abrazamos, que nos dimos sin medida…

En este tiempo de perder estoy aprendiendo también a aceptar lo ganado. La constante (y qué bueno), es una creciente valoración de aquello con lo que contamos: una amiga descubrió temerosa y lejos de casa, que es una maestra increíble; alguien que abrazaba mentalmente su maleta para llenarse los ojos con el mundo, aprendió a enjugarse las lágrimas en el mismo huerto al que regala sus sonrisas orgullosas por la cosecha. Algunos tuvieron en este confinamiento la oportunidad tan esperada de saltar al ruedo para estudiar, trabajar, o aprender a dejarse cuidar.

El encierro, como le llaman algunos conocidos, fue el telón de fondo para que se dieran situaciones insospechadas, padres que descubrieron en sus hijos a unos adultos inteligentes y divertidos, hijos que se percataron de que sus padres habían cambiado de peinado. Hubo quien se inscribió a cursos, se unió a grupos en redes o pintó la casa. Nacieron e iniciaron la lactancia numerosos bebés, se dieron matrimonios y divorcios; llegó el calor y después el frío, se iniciaron negocios y se levantaron pedidos de oriflame. Todo mientras arrancábamos una a una las páginas del calendario.

Creo que mi bisabuelo era optimista, enterrar las semillas y esperar a que las plántulas emerjan, tiene que ser uno de los mayores actos de fe. Su vida no fue fácil, tuvo la doble tarea de hacer frente a las adversidades a la vez que daba lecciones a sus hijos y nietos. Y esas, sus lecciones, trascendieron el tiempo.

Hoy miro mis manos con la certeza de que no están vacías.

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