Clara García Sáenz
Tenía 10 años cuando conocí la presa Vicente Guerrero en Viejo Padilla, Tamaulipas; tres cosas vi entonces que me aterraron: tanta agua junta (yo vivía en un pueblo donde este vital líquido era escaso); ver como la carretera por donde habíamos llegado hasta ahí de pronto se sumergía en la presa hasta perderse de nuestra vista y a lo lejos divisar solo la espadaña de una iglesia y los remates de la fachada de lo que después supe era una escuela.
Confieso que todo el tiempo que estuvimos ahí, yo sentí temor por tanta inmensidad acompañada por el relato de los adultos “aquí había un pueblo que fue sepultado por las aguas de la presa”. La historia me sonaba muy apocalíptica, porque me imaginaba que aquello había sido un accidente y aunque no me atreví a preguntar si la gente murió ahogada, un sentimiento de tristeza me embargó por muchos años cuando recordaba esos edificios bajo el agua.
Aunque muchas veces he regresado a ese lugar y he podido llegar caminando hasta esos edificios cuando los niveles de la presa bajan y conozco de manera superficial la historia de ese pueblo, no fue sino hasta hace algunos días en que mi amiga Minerva Cendejas que es originaria de ahí, trajo a cuenta la plática de los pobladores que les tocó el traslado del viejo al nuevo Padilla y me regaló un libro de este pueblo, “Más o menos para que te enteres como está la cosa” me dijo.
“Nuestro Padilla. El viejo y el nuevo 1749-2011”, escrito por Othoniel de los Reyes Cáseres en una edición de autor, es un libro un tanto íntimo, que narra la relación del autor con su terruño, es una apología de Padilla que recoge hechos históricos y recuerdos familiares, en muchos momentos en tono de elegía por lo que acabó y no volverá.
Es un texto que recrea la memoria y se refugia en la nostalgia, que intenta explicarse los avances modernizadores del país a costa del sacrificio de un pueblo: “Ya que cualquier parte del territorio nacional es de todos los mexicanos y si la Ley establece un uso particular, para un lugar, debe obedecerse”.
Llama poderosamente la atención una idea que al parecer se encuentra muy arraigada entre los padillenses sobre su destino fatal, a través de la visión de don Vicente Cepeda quien fue una autoridad moral en el pueblo: “Él consideraba que la presa era una traición y que las autoridades le fallaron a Padilla ya que fueron 222 años sin luz eléctrica ni agua, para venir a terminar construyendo la presa Vicente Guerrero, me comentó que él pensaba que en razón de haber sido el lugar donde acabó el imperio con la muerte de Iturbide, trajo como consecuencia que un grupo político y de poder tuviera como propósito terminar con el Pueblo y municipio de Padilla”.
Aunque el libro es de una narrativa personal, el autor deja sembrada una reflexión acerca de la memoria y su referente material: “Muchos mexicanos tiene el privilegio de seguir recorriendo el lugar donde nacieron […] pero en el caso de los que nacimos en el Viejo Padilla solo recorremos los pocos lugares que no han sido cubiertos por el agua de la Vicente Guerrero…” y es tal vez por eso que quienes visitamos el lugar, aunque seamos ajenos a su historia y su gente, sentimos tristeza de algo que ya no es y que el agua intenta borrar.
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