Ambrocio López Gutiérrez/LA GUERRA SANTA DE FECAL
Creo que no exagero al sostener que Felipe Calderón Hinojosa ha sido uno de los expresidentes más repudiados. Ha sido comparado con Antonio López de Santa Anna porque el general veracruzano vendió territorio a los extranjeros y el abogado michoacano cedió regiones enteras del país a grupos del crimen organizado. También hay quienes le han comparado con el usurpador Victoriano Huerta porque el dictador ocupó la presidencia de facto con el apoyo de las élites, sacrificando a Francisco I Madero y el panista llegó a la presidencia mediante un fraude electoral ejecutado con la complicidad de las élites de este país para despojar de un triunfo legítimo al entonces aspirante y ahora presidente constitucional de la república, Andrés Manuel López Obrador. Ahora que FECAL cobra protagonismo por la detención de su exsecretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna y por su intento fallido de formar el partido México Libre, comparto con ustedes fragmentos escogidos del libro recientemente publicado por la colega argentina Olga Wornat.
La talentosa periodista sudamericana comienza preguntando: ‘¿Qué cosas pasaron por la mente de Felipe Calderón Hinojosa mientras cabalgaba sobre los escombros de sus últimos meses en el poder? Esa sombra ominosa que le aguardaba a partir del primero de diciembre de 2012, cuando debía entregarle la banda presidencial a su sucesor; si las encuestas no se equivocaban, este sería un cacique del Partido de la Revolución Institucional, que regresaba gracias a la sistemática demolición de doce años de desgobierno del Partido Acción Nacional. Soberbio y negador, no vislumbró —y no quiso hacerlo—que las estructuras del poder que lo sostenían estaban podridas. Participó así en los contubernios con los padrinos de la Cosa Nostra de la política mexicana, con la convicción de que saldría airoso; no obstante, solo logró hundirse más. Cuando Vicente Fox —quien inició la guerra contra el narcotráfico que luego continuó su sucesor— abandonó la presidencia en 2006, dejó un país hecho pedazos.
El crimen organizado y la corrupción habían perforado todas las áreas del Estado y los gobiernos estatales; además, habían contaminado a su familia y a la de su consorte. Sus hijos, sus hijastros y su mujer estaban manchados hasta los huesos. Eran millonarios y corruptos, y la obsesión por continuar con los negocios en el nuevo sexenio no los dejaba en paz. Aquel sueño inicial de sacar para siempre al PRI de Los Pinos en el año 2000 fue una falsificación, porque el viejo sistema continuaba en su apogeo y conocía bien los talones de Aquiles de cada uno. Eran iguales. Eran la trampa. La simulación. La codicia. La doble moral. La traición. La complicidad con los criminales. Eran el PRIAN. Felipe Calderón ganó la candidatura del PAN en octubre de 2005, después de unas elecciones internas desaseadas y caóticas, en un país azotado por la violencia y los asesinatos. Pero este tema no estaba en la agenda de nadie y menos en la de Fox y Calderón. Todos querían llegar al poder, querían enriquecerse y para eso debían pactar inmunidad.
Un desliz de Francisco Ramírez Acuña, gobernador de Jalisco, destapó a Calderón en mayo de 2004 y lo empujó a la carrera presidencial. Vicente Fox se enfureció y regañó en público a Felipe cuando este apareció en la cumbre de presidentes en Guadalajara. La recriminación fue tan dura que el michoacano regresó deprimido al hotel Camino Real e inmediatamente presentó su renuncia a la Secretaría de Energía, donde estuvo apenas un año. Me parece que fue más que imprudente haber realizado este evento con una característica electoral. Me parece que está fuera de lugar y fuera de tiempo, declaró Fox. Felipe Calderón recibió en las elecciones internas no solo el respaldo de su partido, sino una importante contribución monetaria de los empresarios más importantes de México, según información oficial del PAN. La élite apostó por él por conveniencia…
El candidato de Fox nunca fue Felipe Calderón, al que despreciaba; sin embargo, Santiago Creel, su gran apuesta de continuidad, fue derrotado en la contienda y el panorama que le aguardaba fuera de Los Pinos era, por lo menos, inquietante. A pesar del aborrecimiento, se inclinaron por el pragmatismo y decidieron aliarse para derrotar a un enemigo que compartían y temían: Andrés Manuel López Obrador. No los unía el amor, sino el espanto. La etapa previa a la llegada de Felipe Calderón a Los Pinos, durante el final del sexenio del cambio que nunca fue, estuvo cargada de conspiraciones sucias y escándalos. En 2004, Federico Döring, panista de poca monta y menor decoro, había entregado a Televisa unos videos que fueron emitidos en el programa de Víctor Trujillo, El Mañanero. Una audiencia impávida observó a René Bejarano y Gustavo Ponce, dos hombres del círculo de López Obrador, cometiendo actos ilícitos.
El empresario Carlos Ahumada, autor de los mismos, confesaría luego que los hizo en connivencia con Carlos Salinas de Gortari a cambio de 400 millones de pesos mexicanos. Cuestionado por Denise Maerker, el expresidente se negó a responder si estuvo detrás de los videoescándalos, aunque su silencio abonó a la teoría del complot que López Obrador denunciaba a diario. Presidente, no podemos dejar que este loco gane, tenemos que impedirlo de cualquier manera. Todos los que estamos aquí iremos a la cárcel, le dijo Roberto Madrazo a Vicente Fox durante una reunión realizada en el comedor de la cabaña presidencial, con la presencia de Marta Sahagún. Inyectado de odio, Vicente Fox impulsó, a través de la Procuraduría General de la República (PGR), un proceso de desafuero contra López Obrador, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, con el argumento de que había desacatado una orden judicial’.
LA AUTORA agrega que ‘en abril de 2005, López Obrador pronunció un encendido discurso en la Cámara de Diputados; no obstante, perdió la disputa y no le quedó más opción que alentar a la movilización popular. Fox, por naturaleza alérgico a las presiones multitudinarias, cayó de rodillas y dio marcha atrás. Nunca lo perdonó, y en esos días los conjurados llegaron a plantear sin eufemismos y sin pudor que la mejor solución era la muerte de López Obrador. En este espacio beligerante, se prepararon para la madre de todas las batallas y acordaron que todos los métodos serían válidos con tal de que Andrés Manuel no llegara. Desde la casa presidencial, con recursos públicos y en alianza con las élites políticas y económicas, las televisoras, una minúscula pandilla de intelectuales todo terreno y un conglomerado de medios hegemónicos, se orquestó el fraude que sí o sí convertiría a Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, un candidato mediocre y sin carisma, en primer mandatario de México.
La orden presidencial llegó desde Los Pinos a secretarios y subsecretarios de Estado. A gobernadores y alcaldes. Todos debían colocarse al servicio del michoacano, quien comenzó una campaña electoral anodina y pobre; él mismo no creía ganar. Según testigos de un lado y del otro, las reuniones para supuestas sinergias entre el gobierno saliente y el candidato oficialista comenzaron a realizarse una vez por semana en el salón Francisco I Madero de Los Pinos, siempre temprano y bajo el mayor de los sigilos. Acudían Vicente Fox, Ramón Muñoz, Emilio Goicoechea y Rubén Aguilar; a Felipe Calderón lo acompañaban César Nava, Josefina Vázquez Mota — coordinadora de la campaña, impuesta por el empresario Lorenzo Servitje de Bimbo, aportante de la campaña y amigo de Vázquez Mota—, Max Cortázar y Juan Camilo Mouriño. Algunas veces participaba el español Antonio Solá, autor de la campaña del miedo…
A medida que la cofradía de la estafa avanzaba en la estrategia, la relación entre Fox y Calderón se volvía más ríspida. No se soportaban y, aunque las promesas del michoacano de investigar y encarcelar a los Bribiesca —los corruptos hijos de Marta Sahagún— quedarían en la nada, se necesitaban tanto como se detestaban. Elba Esther Gordillo, la Maestra, lideresa del sindicato de maestros más poderoso de América Latina y dueña de una caja millonaria, fue un personaje clave, el más importante de la campaña electoral que instaló a Felipe Calderón en Los Pinos. Amiga personal de Carlos Salinas de Gortari —el hombre que la colocó al frente del sindicato—, de Vicente Fox y de Marta Sahagún, manejaba un poderoso aparato sindical y partidario: el Partido Nueva Alianza (Panal), mismo que construyó apenas dejó el PRI. Astuta, se acercó primero a López Obrador, que encabezaba las encuestas, dispuesta a ofrecer sus santos servicios, pero la rechazaron. Vicente Fox y Marta Sahagún, rápidos como el rayo, la acercaron con Felipe Calderón, quien la recibió encantado.
No era para menos, la Maestra tenía un gran capital: los consejeros del PRI para el Instituto Federal Electoral, los cuales saltaron cuando la expulsaron del tricolor y que ahora engrosarían las filas del IFE, así como el millón de votos de los maestros. A mediados de mayo de 2006 y al filo de la elección, gracias a los buenos oficios de Guillermo Velasco Arzac, cacique de El Yunque —grupo de la ultraderecha partidaria— y amigo de Vicente Fox y Marta Sahagún, se reunieron el candidato priista Roberto Madrazo y Felipe Calderón; ambos llegaron al acuerdo de impedir que López Obrador llegara a la presidencia. Roberto Madrazo, cacique del viejo PRI y al que en Tabasco llamaban el Führer, tenía sus propios motivos: odiaba a Andrés Manuel desde que este lo había acusado de fraudulento y corrupto en las elecciones para gobernador de 1995. Este hecho se demostró veraz; sin embargo, en ese momento lo único que importaba era impedir que su comprovinciano llegara al poder.
Más urgente que tarde, Felipe Calderón alabó a Elba Esther Gordillo. [Ella posee] un liderazgo [que] no puedes omitir y a mí me interesa el apoyo de los maestros [son] más de un millón de mentores y además son líderes de sus comunidades y tienen un liderazgo real y formal, que es de Elba Esther Gordillo y de Rafael Ochoa, le dijo a Javier Alatorre, de TV Azteca, en noviembre de 2005, durante plena campaña presidencial y cuando López Obrador iba a la cabeza, 10 puntos arriba. En esos meses, se filtró una llamada entre la Maestra y el veracruzano Miguel Ángel Yunes, director general del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) de 2006 a 2010, quien fue parte del botín recogido por Gordillo luego de apoyar a Calderón. Años más tarde, Yunes traicionaría a la Maestra, razón por la cual ella lo bautizó como Alacrán, en referencia a la célebre parábola de El alacrán y la rana; no obstante, en ese momento ambos eran socios y se congratulaban por el triunfo del michoacano.
Felipe Calderón aceptó la veracidad de la llamada, pero la condenó como un burdo acto de espionaje. Reconoció en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) una fuerza política que no se puede simple y sencillamente ignorar, lo es, y me gustaría que esa base magisterial se sumara a mi campaña, pero no a cualquier costo, no a cualquier precio. Es decir, sin que eso implique acuerdos. Estaba atado a Elba Esther Gordillo, quien a partir de 2006 no solo se convertiría en amiga personal de Margarita Zavala, sino que colocaría a miembros de su pandilla política y familiar en el gabinete calderonista. Ni el PRI, del que fue parte, le daría a la Maestra todos los beneficios y prebendas que le dio el PAN en doce años de gobierno. Voy a gobernar con gente honesta. ¿Qué quiero decir? Que no solo sea honesto y no se robe el dinero, que eso es obligado, sino que se rife en la camiseta, que le atore a los problemas, que no le saque a enfrentar al narco, que no le saque a castigar a un juez corrupto.
Por esa época comenzó a prefigurar su lucha contra los cárteles. Negaba que se tratara de una guerra, pero durante su campaña no tenía empacho en reconocer que de eso se trataba: Las guerras se ganan con tecnología, con información y con recursos, es una guerra en la que no podemos darnos el lujo ni de perder ni de rendirnos, y sí quiero tener un sistema en donde todos los ciudadanos me puedan decir a mí como autoridad, como presidente, como gobierno, dónde están los asaltantes para que yo pueda verdaderamente combatirlos y que la gente que me dé ese dato no corra peligro de muerte por habérmelo dado. Su lema de campaña fue la frase Valor y pasión por México, en prédicas donde dejaba asentada su postura sobre el aborto y el matrimonio igualitario: la (misma) postura de la Iglesia católica y de los grupos clericales y evangelistas, mismos que apoyaban su candidatura.
En una amigable entrevista con Joaquín López Dóriga para el Canal de las Estrellas, se identificó como respetuoso de todas las preferencias sexuales, aunque aclaró: Para mí el matrimonio por definición es la unión de un hombre y una mujer. Dijo que respetaba a las mujeres, pero se oponía al uso de la píldora del día siguiente. Se definió tolerante con todas las religiones, pero se autodefinió como un católico al que le gustaría ser mucho mejor practicante. Soy, en términos de algún pasaje bíblico, como un Pedro que se hunde en el agua, que creyó, que luchó y dudó, pero en el que se da la trascendencia del ser humano. Sé que venimos a esta tierra con la misión de realizarnos y me siento satisfecho con ella. Varios días antes de la elección se sabía que la diferencia con Andrés Manuel era muy cerrada, pero Felipe Calderón preparaba el discurso de la victoria. Según testigos, el nerviosismo era extremo, pues el director de la empresa Arcop, Rafael Giménez, tenía información que daba la ventaja a López Obrador.
Solo GEA-ISA daba un punto de ventaja a Calderón. Su principal interlocutor en esas horas fue Juan Camilo Mouriño, confidente y cómplice, y a él le trasmitía sus miedos. Las televisoras y radios aliadas en el contubernio machacaban día y noche, entre marzo y mayo, con spots pagados por el Consejo Coordinador Empresarial, en los que se comparaba a López Obrador con Hugo Chávez porque era un supuesto peligro para México. Ese 2 de julio de 2006, Felipe Calderón estaba sudoroso, tenso, abrumado por el desenlace. Así lo vio la gente en el salón Manuel Gómez Morín, de pie entre Margarita Zavala y Josefina Vázquez Mota. Sonreía, pero su gesto se veía como una mueca. Durante toda la tarde, creyó tener el triunfo en sus manos; sin embargo, la incertidumbre regresó cuando esa noche, a las 23:00 horas, Luis Carlos Ugalde, titular del IFE, no le otorgó la victoria. En las entrañas del partido, los panistas explotaban de furia contra Ugalde y lo insultaban en todos los calibres.
Más adelante, en septiembre de 2010, Josefina Vázquez Mota dijo en un acto de precampaña que Luis Carlos Ugalde la había llamado a las 21:00 horas para anunciarle que Calderón había ganado. Se encontraba con Luis H Álvarez cuando sonó el teléfono: Josefina, dile a Felipe Calderón que es el presidente de México y que ganó la elección presidencial. En su libro Así lo viví, el Mago Ugalde jura que no habló con ninguno de los candidatos. Calderón le habló, pero según relata: No le tomé la llamada. Raro, porque el Mago, como le apodan por su afición a la magia, era por entonces amigo personal de Felipe y Margarita, y estuvo casado con Lía Limón, íntima de la primera dama, quien además fue madrina de la boda. Carlos Ugalde asegura que solo habló con Fox a las 23:40 horas y que el mandatario le recriminó por no anunciar ninguna tendencia, con lo que ponía en riesgo la gobernabilidad del país’.
WORNAT SOSTIENE que, ‘a manera de venganza, Felipe Calderón quería quitar a Ugalde de su camino. Se sentía traicionado y Carlos Ugalde lo sabía, porque conocía bien al mandatario. Fue a Los Pinos en cuanto Felipe lo mandó llamar y, apenas entró al despacho, dijo: Me voy, aquí tienes mi renuncia. Mira, Felipe, nunca te olvides de que estas allí sentado gracias a mí. Luego, se fue. Nunca más tuvieron contacto. Fue una conversación áspera. Esa noche, en el cuartel del PAN, hubo insultos a mi persona o mentadas de madre, hubo mucho enojo con el IFE, afirmó Ugalde. Las cifras finales revelan una singular ironía. La alta participación tuvo como corolario una nación crispada, dividida y enfrentada. El país alcanzó el número más alto de votantes en su historia: 41 millones 791 mil 322 ciudadanos, 58% de la población. Desde el 5 de julio, Andrés Manuel López Obrador pidió un conteo de votos casilla por casilla, pues las innumerables irregularidades registradas lo convencían de la existencia de un fraude electoral.
La diferencia entre los dos fue de tan solo 250 mil votos, pero el triunfo de Calderón se confirmó el 5 de septiembre, con un fallo judicial. Indolente ante los cuestionamientos por no haber aceptado un recuento casilla por casilla, el michoacano sabía que la toma de posesión no sería un día de fiesta. Había llegado a la cima del poder con graves sospechas de fraude, sin el respaldo popular y por la puerta de atrás, como un fantasma. Estoy muy preocupado, no sé cómo voy a ingresar, por dónde. ¿Y si no me dejan?, le confesó a Purificación Carpinteyro. Felipe Calderón la invitó a comer para ofrecerle ser parte de su gobierno, en la Secretaría de Telecomunicaciones. Estuvieron solos en el elegante Club de Industriales de Polanco. Embriagado por el exquisito vino que compartieron, Felipe se acercó a Purificación y le recitó al oído un poema de Mario Benedetti: No te salves. Yo no entendía qué le pasaba, me recitaba un poema, y volvía la obsesión de su ingreso a la toma de posesión, y le dije: “¡Pide un helicóptero!”… Pero nada lo tranquilizaba: le reveló a Purificación que ese temor le provocaba insomnio.
Los partidos que apoyaron a López Obrador anunciaron el boicot para impedir que Calderón portara la banda presidencial y amenazaron con tomar la tribuna de la Cámara de Diputados. El 28 de noviembre, los diputados panistas se adelantaron y entre silbidos, insultos y puñetazos hicieron de las sillas barricadas. Los diputados de la izquierda se apostaron en otra sección de la Cámara, vigilantes de lo que los panistas pudieran hacer. Era una guerra de trincheras. Nadie imaginaba que faltaba lo peor, la guerra de verdad. La que legitimó el pacto de tránsfugas. La guerra de los miles de muertos y desaparecidos. Con el país partido en dos, sumado a las sospechas de fraude, el pacto se puso en marcha. El pecado nuevamente estaba en el origen. Vicente Fox lo instalaba en la presidencia a cambio de no tocar a la familia y menos investigar sus negocios…
Una fotografía muestra a Felipe y Margarita de visita en el rancho de Vicente y Marta, sonrientes y felices en medio del incendio. Una mano lava lo que hace la otra. A Marta y a sus retoños no los molestaron durante el calderonato. Nadie los citó, nadie interrumpió su maravillosa existencia; por el contrario, se volvieron más ricos y más poderosos, y continuaron involucrados en negocios ilícitos. Cuando recibió la constancia del Tribunal Electoral, Calderón invocó en cada uno de sus actos como presidente electo la necesidad de una reconciliación nacional. Quien se jactaba de ser el Lázaro que lavaría las heridas, legado de una campaña violenta y fraudulenta, terminaría por hundir al país en un río de sangre. Desde el inicio quedó claro que se rodearía de un círculo de íntimos e incondicionales: los cuates y aduladores, sumados a todos aquellos que formaban parte de los compromisos espurios, los mismos que le permitieron llegar al trono. Seis años después, en julio de 2011, y a raíz del rompimiento entre Yunes y Gordillo, sin ponerse colorado, aceptó que existieron los pactos con los tránsfugas.
Dicen que nada es para siempre. En el declive del sexenio, la gran estafa en la que Felipe Calderón participó, convencido de que era la única manera de ser lo que nunca sería, comenzaba a ser parte del pasado. O eso creía. Ahora, frente al despoder que se avecinaba, su futuro se veía más oscuro que el de su antecesor y se sentía inquieto. A sus íntimos les confesaba que no se imaginaba lejos del poder. No hay país más impredecible que México. Durante las elecciones presidenciales de 2012, era difícil que la candidata del blanquiazul ocupara su lugar. Sin embargo, su caballo, Ernesto Cordero, un economista mediocre, autor de frases célebres acerca de la supuesta bonanza que vivían los mexicanos en el sexenio de la guerra y miembro de la secta pentecostal Casa sobre la Roca, cayó derrotado frente a Josefina Vázquez Mota, a la que Felipe Calderón humilló y maltrató en público porque simplemente no le caía bien. En su mente están los amados y odiados, y ella siempre fue parte de los segundos.
Según me informaron, Felipe Calderón prefería entregar el mando al PRI, porque con ellos conseguiría la tan ansiada impunidad. Andrés Manuel López Obrador, el caudillo de Tabasco, centro de odios, no existía en sus pensamientos de sucesión. Los exégetas del minúsculo círculo que lo acompañaba decían que no hablaba del día después. La cerrazón, la irascibilidad y los vaivenes de su psicología impedían saber qué pensaba. ¿Había necesidad de que todo se degradara así? ¿Era imprescindible este legado sangriento y esta profunda descomposición nacional? Felipe Calderón no desconocía que le quedaba menos de un año para abandonar Los Pinos, la majestuosa residencia atiborrada de micrófonos y sofisticadas cámaras que instaló su consentido, el difunto Juan Camilo Mouriño, y que registraban los movimientos y las conversaciones de sus habitantes; esa casona que nunca le terminó de gustar, pero que se convirtió en un refugio seguro contra las recriminaciones sociales, los reclamos y los abucheos.
Pocos quedaban a su lado y como le dijo a un amigo personal de Morelia, que lo visitó en esos días: No se vale que todos se vayan y yo termine pagando los platos rotos. No se vale. En la soledad de las noches, recorría con la mirada la fastuosa e histórica residencia donde pasó seis años de su vida. Donde lloró la muerte de Juan Camilo Mouriño. Donde maltrató y humilló a amigos y enemigos. Donde decidió sacar a los militares a la calle para combatir a los narcos. Donde se mandó construir un bar para las noches de tragos con sus íntimos, lejos de la mirada de Márgara. Donde pactó con las mafias y se corrompió. Donde se imaginó como Churchill, Napoleón y David. A poco de asumir el cargo, decidió que quería un búnker blindado y subterráneo para usar durante su guerra…, y destinó 100 millones de dólares del erario para su construcción’.
OLGA LO DEFINE: ‘Tras convertirse en comandante en jefe del Ejército y en la cima de su misticismo, involucró peligrosamente en su batalla a sus hijos pequeños, a los que vistió con uniforme verde olivo y colocó junto a los jefes de las tres fuerzas. Convencido de que esta sería su misión en la tierra, Felipe Calderón se sintió predestinado. Le gustaba compararse con Winston Churchill y con Francisco I Madero. Su construcción dejó de ser política y se transformó en religiosa. Las lecturas semanales de la Biblia, a pesar de sus eternas confusiones de fe, lo convencieron de que era el rey David y que frente a él estaba Goliat. Se visualizaba triunfador como Álvaro Uribe, su admirado par colombiano que cada lunes en el Palacio Nariño reforzaba su espíritu de guerrero contra el Mal a través de la liturgia bíblica. Se enfurecía porque no le reconocían la audacia para enfrentar al narcotráfico, los malvados que corrompieron a la sociedad. Frente a unos pocos, admitió que no había hecho otra cosa más que aventarse con la guerra para legitimarse, como hicieron sus predecesores.
En la residencia presidencial, los tonos del clima desde hacía tiempo habían virado del negro noche, al negro muerte. Cada mañana, el espejo le devolvía la imagen de un hombre envejecido por el desgaste del poder. Amargado, abrumado, irritado, sombrío. Cada noche debía enfrentar a sus demonios y sus muertos. A sus alianzas espurias. Las desgracias no lo abandonaban y sentía temor por sus hijos. Les prometió que apenas terminara el sexenio se irían a vivir a Estados Unidos, donde papá ya tenía trabajo. Decían que su hermana Luisa María, Cocoa, solicitó la visa canadiense después de su derrota electoral en Michoacán, una tierra azotada por el cártel de la Familia Michoacana, con la que Cocoa tenía estrechas relaciones. Michoacán no es el lugar más seguro para los integrantes de la familia presidencial. Menos aún para la hermana que se lanzó a disputar la gobernación del estado donde mandan la Familia y los Zetas.
Mientras estuve en Michoacán, entrevisté para este libro a amigos, enemigos y parientes, todos me juraron y perjuraron que Cocoa estaba bien protegida por Servando Gómez Martínez, la Tuta, el real mandamás del estado, con quien ella mantenía amigables relaciones, al menos hasta su detención en 2015. Nada extraño. Felipe Calderón sabía de qué se trataba la soledad del poder. Lo golpeó a medida que los días y las horas se sucedían y no confiaba ni en su sombra. Y el rencor, ese rasgo genético de familia —como me confesó su hermana en Morelia—, se extendía como una mancha de humedad al igual que la realidad, que no era otra cosa que la tragedia que empapaba el territorio nacional de rojo sangre, de la que no se sentía responsable, pero que cargaría sobre sus espaldas cuando las puertas se cerraran.
Miles y miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de niños huérfanos, miles de familias laceradas y dejadas a la indefensión. Miles de ciudadanos atrapados en medio de los enfrentamientos entre militares y narcotraficantes o entre traficantes en guerra por el control de los territorios. Miles de desplazados. Gobernadores y funcionarios indolentes y hundidos en la corrupción y en añejas complicidades con las mafias. Gobernadores priistas y panistas investigados por la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) por sus vínculos con los criminales. El narco infiltrado en policías y procuradurías. Nadie sabía qué hacer, ni en quién confiar. Zonas liberadas gobernadas por los capos. Pueblos fantasmas habitados por hombres de negro, máquinas de matar que enseñaban sus métodos espeluznantes en YouTube para regodeo de miles que exigían más sangre.
Motorizaban la idea falsa de que los culpables de la debacle eran los gobernadores del PRI, los mafiosos que dejaron crecer a los narcotraficantes y que había que denunciar públicamente, meterlos al bote. En su sinrazón, el michoacano salió a la tribuna a denostar al demonio desde una fraudulenta honestidad política. Y el demonio era el mismo que desde hacía muchos años se había apoderado de la dirigencia panista. Se metió en la cocina del blanquiazul. Sus hombres no le discutían nada porque nada tenía sentido. Los júniors neopanistas, advenedizos y millonarios gracias a la generosidad del erario sexenal, buscaban salvación. Poco y nada les importaba un jefe en caída veloz, que maltrató y humilló a diestra y siniestra, y que ahora debía pagar los platos rotos. Un traidor y un desagradecido, decían.
—Ese hombre no parecía el presidente de México. Se veía perdido, en otro mundo. Habló poco y nos preguntó qué le aconsejábamos hacer con las víctimas. Fue una situación extraña. Le dijimos que se ocupara de las víctimas, que el Estado tenía la obligación de darles protección. Que tenía que dar un gesto, que los llevara a Los Pinos, que se reuniera con ellos. Bueno, que hiciera algo —me comentó preocupado Leoluca Orlando, en una reunión que mantuvimos en Monterrey. — ¿Y qué les respondió? —Nada. Lo anotaba en una agenda negra. Todo el tiempo anotaba. En aquel libro minúsculo, Felipe expresaba el sueño de lo que sería su último informe de gobierno. Ese primero de septiembre de 2012, cuando le contara a los mexicanos sus logros en la lucha contra la pobreza, el desempleo y la inseguridad’…
LA ESCRITORA aporta cifras: ‘De 2006 a 2012, 15.9 millones de mexicanos pasaron a ser pobres. Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, durante el sexenio de las manos limpias y el millón de puestos de trabajo, el fuerte deterioro del mercado laboral y la precarización en aumento dejan como saldo que cada día nueve mil personas se convirtieran en indigentes y seis millones quedaran desempleadas. Inflación en alza, pérdida del poder adquisitivo, ausencia de políticas públicas para apaciguar el golpe, organismos colapsados y perversos administradores de los recursos públicos destinados, en su inmensa mayoría, a solventar los desmesurados salarios de funcionarios mediocres que vivían como jeques en un país que se desmoronaba. Como contraste o cruel paradoja, solo en 2010, según datos del Instituto Nacional de Estudios para la Paz, México gastó cinco mil 490 millones de dólares en garantizar la seguridad nacional y la soberanía, fondos que destinó a la Secretaría de Seguridad, la PGR, la Secretaría de Gobernación, el Ejército y la Marina.
Millones de dólares destinados a una guerra perdida y un Estado incapaz de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, ni de sus colaboradores más importantes. Como quedó demostrado con la muerte de Juan Camilo Mouriño y Francisco Blake Mora, ambos secretarios de Gobernación, que en un intervalo de tres años se estrellaron en dos accidentes de avión y helicóptero, respectivamente, por errores de los pilotos. Dos hechos gravísimos que aceptó que se dijera que fueron accidentes, cuando todos los elementos indicaban que habían sido atentados. Quizá la memoria deje paso al recuerdo de su amigo de Morelia, cuando, a mediados de 2007, en una visita a Los Pinos, se animó y le dijo: —Felipe, ¿hasta dónde piensas llegar? La gente está angustiada. Y su respuesta fue: —Nadie me entiende. Lo que quiero es que esta bola de cuates no se pasen de la raya y no ataquen a la sociedad civil. Esto no termina conmigo, ni con este sexenio, entiendan que esta guerra va para muchos años.
Cuando a mediados de 2011 el embajador de Estados Unidos en México renunció, muchos no entendieron la razón. Pregunté y una fuente me dijo que fue por mala relación con el presidente. En realidad, la salida de Carlos Pascual fue impulsada directamente por Felipe Calderón. No le caía bien porque estaba enterado de que el embajador, de carácter franco, criticaba mucho a su gobierno. Se habían filtrado los cables de WikiLeaks y allí estaba escrito lo que pensaba el representante en Estados Unidos. Pascual señalaba la incapacidad de México para hacer frente al narcotráfico y señaló que el PAN podía perder las elecciones de 2012. No fue una declaración pública, aunque lo que manifestaba era lo que vivían los mexicanos todos los días. Felipe Calderón no soportó la crítica a su estrategia; embanderado de un nacionalismo trasnochado, habló con Clinton en una reunión privada realizada en México y se quejó con el presidente Obama. A Carlos Pascual no le quedó otra opción que irse.
Al general Tomás Ángeles Dauahare le fue peor: pagó con la cárcel decir la verdad y se transformó en otra víctima de Felipe Calderón. Con una carrera intachable, sobrino nieto del héroe de la Revolución Felipe Ángeles, ocupó la Subsecretaría de la Defensa entre 2002 y 2008, cuando pasó a retiro. El 9 de mayo de 2008, fue convocado a una reunión con Calderón en el despacho presidencial de Los Pinos. El general, que de esto sabía mucho, le reveló al mandatario los detalles de los nexos de Genaro García Luna con el Cártel del Pacífico y le manifestó su desacuerdo con la estrategia implementada para el combate al narcotráfico. Felipe Calderón, visiblemente molesto, le pidió al general que le enviara todo por escrito y este cumplió con el encargo. Nunca imaginó que a partir de ese momento se convertiría en un enemigo al que había que quitar de en medio, a como diera lugar. Nunca imaginó la dimensión de la venganza’.
EL TRABAJO periodístico reseñado parcialmente aquí fue un ejercicio narrativo de coyuntura, sin embargo, se ha convertido en uno de los textos más completos sobre el sexenio el panista michoacano. Si hay oportunidad, en otras colaboraciones, abordaré otros pasajes de “Felipe el oscuro” ya que, independientemente de la orientación de la periodista sudamericana, se trata de un esfuerzo que nos permite contrastar el pasado reciente con los cambios vertiginosos que se dan en el México actual.
Correo: amlogtz@gmail.com