Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
Con el pretexto de una invitación para ir a Saltillo a dar una charla, invité a mis hermanos mayores Dora, Laura y Carlos a que aprovecháramos el viaje para ir a la tierra de los ancestros y abrazar a nuestros primos. Un viaje pospuesto varias veces por diversos motivos que acrecentaron los recuerdos y la nostalgia de ese lugar tan amado por mi madre y al que no habíamos vuelto desde antes de la pandemia, que cobró la vida de mi tía y mi primo, haciendo más onda nuestra melancolía por Torreón.
Tomamos el autobús desde Saltillo a las nueve de la noche, un autobús que tenía como destino final Chihuahua, así que el trayecto desde la capital coahuilense a Torreón representaba un viaje corto de tres horas y media comparado con los pasajeros que iban hasta la capital del estado vecino.
Cerca de la una de la mañana llegamos a la central camionera y tomamos un taxi al hotel; la ciudad iluminada, con sus calles anchas nos recibía silenciosa, nos desplazábamos por las avenidas sin decir una sola palabra, pero en nuestra mente pensábamos que en otro momento hubiera sido peligroso y muy arriesgado viajar de noche y andar esas calles en la madrugada, en una ciudad que ha sido azotado por la violencia a gran escala. La tranquilidad reinaba, pero nosotros no abandonamos el temor del todo, nuestra alegría de estar nuevamente en Torreón nos daba valor.
Por la mañana subimos al quinto piso del hotel para desayunar, desde ahí se veía el Cerro de las Noas y se apreciaba con nitidez el Cristo con sus brazos abiertos dándonos la bienvenida, sin dudar los cuatro ordenamos un menudo, así, como mi mamá lo preparaba, con un caldo muy rojo, maíz pozolero y acompañado de bolillo. Después bajamos a la recepción a esperar a nuestros primos, los abrazamos, reímos y lloramos, para ir a cumplir con la visita a los muertos para despedirlos (porque la pandemia nos lo había impedido) primero fuimos con mi primo Salvador, después con mi tía Jovita, platicamos y platicamos sin parar, cerramos el duelo y nos fuimos todos a recorrer el centro de la ciudad.
En el corazón de Torreón una gran plancha de cemento como plaza principal, aun se resguardan los monumentos que nos recuerdan que ahí fue un lugar importante para la revolución mexicana. Muy cerca, un teleférico que sube al Cerro de las Noas, una novedad para mí que, muerta de miedo, accedí a subir.
Desde el Cerro se puede disfrutar de una vista que abarca todo la ciudad y parte de Gómez Palacio, separada de Torreón sólo por el Río Nazas; desde el mirador también se aprecia la fábrica de la leche Lala de grandes dimensiones. Entonces recordé a mi padre, de todas las historias que contaba de esa región tan próspera llamada La Laguna, que rompe la frontera de Coahuila y Durango para construir una sólida identidad forjada en el trabajo.
Al siguiente día fuimos a Mapamí a visitar a Santa Rita de Casia, una imagen centenaria que se encuentra en el templo de Santiago Apóstol; Claudia mi prima tuvo la idea de llevarnos en una camioneta Van donde pudimos viajar juntos, todos huérfanos; recordamos a mi mamá y a su querida hermana mi tía Jovita, madre de mis primos, reímos por sus anécdotas, ocurrencias e historias. La visita a la Santa respondía a mi inquietud de ver la imagen que tantas veces mi mamá me había descrito y que ella recordaba con mucho cariño porque decía que de niña le gustaba verla por la impresión que le provocaba su rostro dulce y a la vez doloroso.
Al entrar al templo nos encontramos con las imágenes cubiertas por la cercanía de la Semana Santa, pero alguien que vendía boletos para un sorteo a beneficio de las mejoras del templo nos presentó a la sacristana que, a la vez, nos llevó con el párroco que se disponía a celebrar la misa, escuchó nuestra petición, nos preguntó que de donde éramos y después de escrutarnos con su mirada dijo que claro que sí, que nos veía en misa y luego podríamos visitar a Santa Rita.
En primera fila escuchamos misa bajo la mirada del sacerdote y en mi interior pensaba en mi mamá que seguramente se estaba riendo de nosotros desde el cielo al vernos a todos muy devotos escuchando misa entera.
Luego vimos a Santa Rita; me impactó su mirada, sus dedos destrozados por el tiempo le dan una apariencia mayor de dolor, la vi e imaginé a mi madre, niña, sintiendo ese dolor que la santa transmite, una imagen preciosa, antigua y, según los lugareños, muy milagrosa.
Luego fuimos al museo donde pernoctó Juárez en su camino a Paso del Norte huyendo de los franceses, visitamos el espacio donde Hidalgo estuvo preso y comimos en el restaurante El lejano Oriente, donde hacen unos deliciosos panes de nata, nos fuimos de Mapimí por la tarde, pueblo histórico eternizado en el corrido “Los dos amigos”.
Por la noche tomamos el autobús de regreso a Ciudad Victoria, nos despedimos de nuestros primos con la promesa de volvernos a ver, ya sin nuestras madres que nos mantuvieron unidos a pesar de la distancia. A diferencia de mis hermanos, yo no nací en La Laguna, pero la fuerza del parentesco siempre me ha hecho sentir que una parte de mi pertenece a ese lugar a donde pienso regresar cuantas veces sea posible.
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